Era apenas 
            pasado el mediodía de un verano de fuego, en la montaña 
            adormecida por la siesta cuando para la numerosa población 
            de aves, sabandijas, reptiles y de seres que habitan nidos, grietas 
            y cuevas, ocurrió un suceso que violó la calma habitual 
            de aquellos sitios. 
            
          Desde 
            las soledades del espacio superior, como una nube cuya sombra recorre 
            las laderas, como un astro opaco, bajó un gigantesco Cóndor 
            negro. Crujió con el peso del ave la rama del visco* escuálido, 
            sobre el cual posó sus patas y, cuando se calmó el balanceo 
            y se aquietaron sus dos alas, se cerraron sus ojos, en un sueño 
            anhelado durante muchos días de vuelo por ignorados países 
            de la tierra o de las alturas.  
            
           
            Héroe, mensajero de los dioses, prófugo de un gran delito, 
            la insólita y repentina aparición del soberano de las 
            cumbres despertó una gran alarma entre los habitantes de las 
            hondonadas y los matorrales y también las ganas de vengarse 
            y de calmar tanta envidia por la imposibilidad de ganarle en la lucha 
            cuerpo a cuerpo.
           
            Un Carancho hipócrita fue el que comenzó la conspiración. 
            Corrió de nido en nido, de charco en charco, de cueva en cueva, 
            invitando a todos a reunirse y a llevar lazos, lianas y fibras, para 
            atar en el árbol de su sueño al temido emperador de 
            las cimas. Y como todos los pobladores aunaron sus odios, no tardaron 
            en comenzar la infame tarea de amarrar los pies, alas y cuello en 
            las ramas del árbol al Cóndor, que estaba tan fatigado 
            y dormido que no se dio cuenta de nada.
           
            Cuando lo creyeron asegurado contra toda posibilidad de evasión 
            y quiebre de sus ligaduras, estallaron todos en un coro de gritos, 
            graznidos, aullidos, silbos y otros mil ruidos para despertarlo y 
            hacerle oír insultos, injurias, acusaciones calladas cobardemente 
            mientras la víctima estaba libre.
           Hubo 
            quienes se atrevieron a subir hasta la rama y a herirlo con picotazos. 
            Pero él despertó por fin, paseó su mirada profunda 
            en torno suyo, con gran calma, mientras sus enemigos se dispersaban 
            aterrados.
          Sin proferir 
            un solo grito, ni sentir el menor impulso de furor ni de venganza, 
            hizo algunos movimientos de prueba para desprenderse de sus lazos, 
            los que se rompían y quebraban como hilos de escarcha, y entonces, 
            alzando con toda su amplitud sus alas imperiales, dio un vigoroso 
            aleteo, sacudió con estrépito el árbol y después 
            de echar sobre la multitud una mirada indiferente, con el mismo silencio 
            de su llegada, emprendió de nuevo su vuelo hacia la altura, 
            hasta perderse entre las nubes. 
            
          *árbol 
            americano que llega a medir más de diez metros. 
          
          Extraido 
            de 
            www.cnba.uba.ar